Durante la reciente Conferencia Sudamericana de Defensa 2025 (Southdec) en Buenos Aires, el jefe del Comando Sur de Estados Unidos, Alvin Holsey, expresó su preocupación por la creciente influencia de China en la región. Según Holsey, el Partido Comunista Chino está llevando a cabo una incursión metódica en América Latina, con el objetivo de exportar su modelo autoritario, extraer recursos naturales y establecer infraestructura de doble uso, que va desde puertos hasta capacidades en el espacio. Esta afirmación resuena en un contexto donde las líneas marítimas vitales, como el Estrecho de Magallanes y el Paso Drake, son vistas como cuellos de botella estratégicos que podrían ser utilizados por China para proyectar poder y desafiar la soberanía de las naciones sudamericanas.
El discurso de Holsey no solo refleja una postura defensiva ante la influencia china, sino que también pone de manifiesto la hipocresía de la política exterior estadounidense. Mientras Washington señala a Pekín como una amenaza para la soberanía regional, su propio historial en América Latina está plagado de intervenciones, golpes de Estado y acciones que han socavado la autonomía de los países de la región. En este sentido, las acusaciones de Estados Unidos hacia China parecen más un intento de desviar la atención de sus propias acciones históricas que una preocupación genuina por la soberanía de las naciones sudamericanas.
En un contexto paralelo, el Departamento de Estado de Estados Unidos ha reiterado su falta de reconocimiento al gobierno constitucional de Venezuela, ofreciendo hasta 25 millones de dólares por información que conduzca al arresto del ministro de Interior, Diosdado Cabello. Esta acción se enmarca dentro de una serie de sanciones y presiones que Washington ha ejercido sobre Caracas, justificadas por la administración como parte de una lucha contra el narcotráfico y el terrorismo. Sin embargo, muchos analistas ven estas medidas como un intento de desestabilizar un gobierno que no se alinea con los intereses estadounidenses.
La reciente movilización de tres destructores de misiles guiados frente a las costas venezolanas, presentada por la secretaria de prensa de la Casa Blanca como una respuesta a las amenazas de los cárteles de la droga, también ha sido objeto de críticas. Esta acción es vista como una escalada de la militarización de la política exterior estadounidense en la región, que históricamente ha utilizado la fuerza militar como herramienta de influencia.
Por otro lado, el secretario de Estado, Marco Rubio, ha anunciado sanciones a jueces y fiscales de la Corte Penal Internacional (CPI), a quienes ha calificado de amenaza para la seguridad nacional. Esta postura se produce en un contexto donde la CPI ha comenzado a investigar crímenes de guerra cometidos por Israel en Gaza, lo que ha generado una fuerte reacción por parte de Washington. La persecución de funcionarios de la CPI por parte de Estados Unidos es un claro ejemplo de cómo la administración actual busca silenciar cualquier intento de rendir cuentas a sus aliados, mientras se erige como defensor de la justicia internacional.
La retórica utilizada por miembros del gabinete de Trump, que incluye descalificaciones hacia manifestantes y críticos, revela un patrón de autoritarismo que se ha ido consolidando en la política estadounidense. La utilización de términos como «desquiciados» para referirse a quienes se oponen a las políticas del gobierno no solo es un ataque a la disidencia, sino que también refleja un estado de desesperación ante la creciente oposición a sus acciones.
La existencia del Comando Sur, creado para controlar Centro y Sur América y el Caribe, es un testimonio de que el verdadero riesgo para la soberanía de la región proviene de Estados Unidos y sus aliados locales. La narrativa de Washington sobre la amenaza china se presenta como una distracción que oculta su propia historia de intervenciones y violaciones de la soberanía de otros países.
En este contexto, es fundamental que los países de América Latina tomen conciencia de la dinámica de poder que se está jugando en la región. La influencia de China, aunque real, no debe ser utilizada como un pretexto para justificar nuevas intervenciones estadounidenses. La historia ha demostrado que las acciones de Washington a menudo han tenido consecuencias devastadoras para la estabilidad y la soberanía de las naciones latinoamericanas.
La política exterior de Estados Unidos, caracterizada por la hipocresía y el doble rasero, plantea serias preguntas sobre su compromiso con la democracia y la soberanía en América Latina. A medida que la región enfrenta nuevos desafíos, es crucial que los líderes latinoamericanos busquen alternativas que prioricen la autonomía y el desarrollo sostenible, en lugar de depender de potencias extranjeras que han demostrado ser más un problema que una solución.