La masacre de Tlatelolco, ocurrida el 2 de octubre de 1968, se ha convertido en un símbolo de la lucha por la democracia en México. A 57 años de esta tragedia, el eco de las balas que silenciaron a cientos de estudiantes resuena en la memoria colectiva del país. Este evento no solo marcó un hito en la historia de la represión gubernamental, sino que también encendió una chispa de resistencia que ha perdurado a lo largo de las décadas. La promesa de una vida pública más justa e incluyente, que había sido el motor de la Revolución Mexicana, fue traicionada por un régimen autoritario que buscaba eliminar cualquier aspiración de cambio. Sin embargo, la historia ha demostrado que el espíritu de Tlatelolco no fue apagado; al contrario, se transformó y adaptó a nuevas realidades políticas y sociales.
La década de 1970 fue testigo de la aparición de grupos guerrilleros que, aunque fueron aplastados por la guerra sucia, continuaron la lucha por la justicia social. Estos movimientos, aunque violentos, reflejaron el descontento de una sociedad que no estaba dispuesta a aceptar el silencio impuesto por el poder. En este contexto, surgió el Consejo Estudiantil Universitario en 1986, un espacio donde se gestó la política de una nueva generación, que culminaría en la llegada de Claudia Sheinbaum Pardo, la primera mujer en gobernar el país. Este avance no solo representó un cambio en la representación política, sino también un reconocimiento de las luchas históricas que habían precedido a su ascenso.
La movilización ciudadana de 1988 fue otro momento crucial en la historia reciente de México. En este año, el amplio frente opositor logró derrotar al Partido Revolucionario Institucional (PRI) en las urnas, un hecho que simbolizaba la resistencia de una sociedad que se negaba a aceptar el despojo de sus derechos. Sin embargo, el fraude electoral que se perpetró en ese entonces, orquestado por el salinismo y con la complicidad del Partido Acción Nacional (PAN), abrió la puerta a una etapa de cogobierno que consolidó un sistema político que, bajo la apariencia de democracia, operaba como un mecanismo de exclusión social.
A medida que la tecnocracia se afianzaba en el poder, se construyó un cascarón institucional que, aunque adornado con órganos electorales y comisiones supuestamente independientes, tenía como objetivo principal neutralizar la voluntad popular. Las decisiones fundamentales del país eran tomadas por élites corruptas y alejadas de las necesidades del pueblo, mientras que los intereses financieros internacionales y los grandes capitales nacionales se beneficiaban de la entrega de recursos estratégicos y bienes públicos. Esta situación generó un profundo descontento social, que culminó en el rechazo pacífico y multitudinario al prianismo en 2018.
El nuevo periodo histórico que se abrió en 2018 ha estado marcado por la búsqueda de una democracia que no solo sea formal, sino que también incluya un sentido profundo de justicia social. Aunque el camino ha estado lleno de dificultades y contradicciones, existe una oportunidad única para retomar las banderas de aquellos jóvenes que lucharon y dieron su vida en 1968. La memoria de Tlatelolco debe ser honrada no solo con palabras, sino con acciones que busquen hacer de la justicia y la democracia realidades palpables para cada habitante del país.
La lucha por la democracia en México es un proceso continuo que requiere la participación activa de la ciudadanía. La historia nos ha enseñado que cada generación tiene la responsabilidad de defender y promover los derechos conquistados por quienes vinieron antes. La memoria de los estudiantes de 1968 debe servir como un recordatorio de que la lucha por la justicia y la equidad no ha terminado, y que cada uno de nosotros tiene un papel que desempeñar en la construcción de un futuro más justo.
La importancia de recordar eventos como la masacre de Tlatelolco radica en la necesidad de mantener viva la memoria histórica. Este tipo de conmemoraciones no solo sirven para rendir homenaje a las víctimas, sino que también son una oportunidad para reflexionar sobre los avances y retrocesos en la lucha por la democracia en México. La historia de Tlatelolco es un testimonio de la resistencia y la valentía de aquellos que se atrevieron a soñar con un país diferente, un país donde la justicia y la equidad sean la norma y no la excepción.
En este sentido, es fundamental que las nuevas generaciones se apropien de esta historia y continúen la lucha por un México más democrático. La participación activa en la vida política, la defensa de los derechos humanos y la promoción de la justicia social son tareas que deben ser asumidas por todos. La memoria de Tlatelolco no debe ser solo un recuerdo doloroso, sino un impulso para seguir adelante en la búsqueda de un país donde todos tengan voz y voto, donde la justicia no sea un privilegio, sino un derecho universal.
Así, el legado de 1968 se convierte en un faro que guía a las nuevas generaciones en su camino hacia la construcción de un México más justo y democrático. La lucha por la democracia es un proceso que nunca se detiene, y cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de contribuir a este esfuerzo colectivo. Recordar Tlatelolco es recordar que la lucha por la justicia es una tarea que nos compete a todos, y que el futuro de nuestro país depende de nuestra capacidad para organizarnos y exigir nuestros derechos.